La Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, la Facultad de Filosofía y Educación, la Sociedad de Filosofía  y el Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de Chile rindieron un homenaje a José Ortega y Gasset el día 21 de noviembre de 1955 en el Salón de Honor de la Universidad, con motivo del fallecimiento del insigne  filósofo español.

En dicho homenaje representó a nuestra facultad el profesor  don Aníbal Bascuñán Valdés, quién pronunció el discurso que a continuación publicamos. 

Un legado de Ortega y Gasset : la Universidad, Institución y Poder  

'Ortega ‑testimonió Gregorio Marañón en reciente homenaje‑ se ha incorporado ya a la vida nuestra y es de cada uno de nosotros . . . Nadie deja correr su pluma por el papel hoy sin que pulse en ella un latido, lejano o próximo, de este hombre obstinadamente ajeno a todo lo oficial, casi pobre, que ha muerto sin un solo cargo, sin un solo honor de aquí o de fuera de aquí; pero con el que irremisiblemente tendrá que contar en adelante el pensamiento español y, en buena parte, el universal.'

Ortega, glosamos nosotros, está presente, perdurablemente presen­te, cada vez que hablamos o escribimos sobre la Universidad. Y puesto que a él recordamos en este acto, habida cuenta ‑también bajo su indicación expresiva‑ de que 'el recordar se hace en vista del porve­nir', de que 'el recuerdo es la carrerilla que el hombre toma para dar un brinco enérgico sobre el futuro', recojamos, sin mucho espigar, algunas semillas del jardín inconcluso de su pensamiento sobre el tópico universitario.

No, no vamos a volver ‑como, suponemos, imagináis‑ a la tan manida cuanto frustrada conferencia sobre 'La Misión de la Universi­dad', que ha pasado a ser, por lo menos en las Escuelas de Ciencias jurídicas y de Ciencias Políticas y Administrativas, lectura obligatoria para los alumnos del Primer Año. La utilizaremos, sí, como un envío a un discurso del filósofo que en razón de haber sido pronunciado con motivo de celebrarse el cuarto centenario de la Universidad de Grana­da, ha podido pasar desapercibido por creérsele ‑erradamente, por cierto‑ más circunscrito en su temática que el tan socorrido ensayo que integra el tríptico de 'El Libro de las Misiones'.

Por largo tiempo hirió nuestro interés de juristas enamorados de esta casa universitaria, el constante retorno de las voces 'institución' e 'institucional' en los apretados esquemas programáticos de 'La Mi­sión de la Universidad'. ¿Con qué alcance, con qué sentido profundo habría afirmado su autor que 'la Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante'? La respuesta indubitada e indubitable se encuentra informando el discurso ‑más arriba aludido‑ 'En el Cen­tenario de una Universidad'.

Leamos en alta voz algunos de sus pasajes: 'la Universidad, el cultivo y enseñanza del saber organizado como corporación pública, como institución, es algo exclusivamente europeo, que no había existido en ninguna otra sociedad'. Y tras de diferenciarla esencialmente del 'mandarinato' de China, en el que se trataba únicamente ‑al igual, acotaremos, que en los precolombinos planteles del Anahuac y del Cuz­co‑ de la preparación de los servidores públicos, del funcionamiento de un órgano del y para el Estado, aboceta la dignidad y el sentido de la universidad europea e, implícitamente, de la universidad en Latinoamérica: 'En Europa, cualquiera que sea el aprovechamiento que el Estado haya obtenido de la Universidad, significó ésta un principio diferente y originario, aparte, cuando no frente al Estado. Era el Saber constituído como poder social. De aquí que apenas gana sus primeras batallas la universidad se constituya con fuero propio y originales fran­quías. Frente al poder político que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia de la Universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual: era la Inteligencia como tal, exenta, nuda, y por sí que por vez primera en el planeta tenía la audacia de ser directamente y, por decirlo así, en persona, una energía histórica. ¡La inteligencia como institución!' 'Cuando se repasa ‑agrega‑ la historia de la universidad europea, que imaginamos como una persona, aunque colectiva, viviente, notamos que su trayectoria, sus altos y bajos, su humildad y su esplendor, avanzaron paralelamente al entusiasmo que el europeo sintió por la inteligencia. Esto es la causa de la prosperidad y triunfo gozados por la Institución Universitaria'.

1900 marca, en concepto de Ortega y Gasset, el declinar, que espera pasajero, del intelectualismo, y su superación por el volunta­rismo. Pues bien, es a la Universidad así larvada de este 'resolverse enérgica y ciegamente', a la que dirige sus lecciones de Reforma, siendo su 'tema visceral' la 'misión de la Universidad'.

En el planteo de la realidad problemática de la Universidad, Ju­lián Marías, discípulo y colaborador de Ortega, insiste, en pos de la planta de su maestro, sobre el concepto institucional de la Universidad: 'la suerte de la Universidad ‑afirma‑ está íntimamente ligada a la de las demás instituciones; el hecho de que se ocupe de esa materia sutil que son las ideas, no debe enturbiar el aspecto netamente institu­cional que le pertenece'. De aquí deriva el joven filósofo trashumante al aserto que la interpretación de la Universidad no debe partir desde el punto de vista exclusivo ni aun principal del saber, sino desde su fun­ción, 'y ésta es la de un servicio público ‑no forzosamente estatal, porque lo público no es sólo el Estado'.

Acéptese o no la postulación complementaria de Marías sobre 'la Universidad, servicio público', ¿qué trascendencia tiene el legado de Ortega en nuestro vivir actual, en el trance vigente de nuestra inquietud cívica? Nada más, ni nada menos que la Universidad no ha nacido, ni nace, no se ha desarrollado, ni se desarrolla por la voluntad del Estado, expresada en sus actos formales: leyes o decretos, sino, del alumbramiento y cuidado en el seno de la Nación toda. En nuestro caso, no es el D. F. L. de 1931 que aún rige; ni, retrospectivamente, la Ley de 1879, la Ley Orgánica de 19 de noviembre de 1842, el decreto de 1839, suscrito por Prieto y Egaña, que da por extinguida la Universidad de San Felipe, el acta de 1813 que nos entrega el Instituto Nacio­nal, ni la Real Cédula de Felipe V de 1738; ni son todas ellas, en su sucesión e integración, las que crean esa 'energía histórica', esa 'persona colectiva viviente', que es la universidad chilena. En puridad, su cuna fué mecida por las bellas y sencillas palabras pronunciadas el 2 de diciembre de 1713 en solemne sesión del Cabildo de Santiago: 'Ya se ha gastado lo suficiente en los adelantos materiales de la ciudad, con las más de sus calles empedradas, corriente la pila y terminado el palacio de la real audiencia. Pero la más precisa, la más preeminente y la más conveniente al alivio de los vecinos de este reino, y que entre todas es la obra de mayor utilidad del servicio de ambas majestades, es la erección de una universidad real, perteneciente al real patronato.'

Este y no otro es el origen sustancial, natural de nuestra Casa de Estudios Superiores. Las Leyes, los Decretos con Fuerza de Ley, los Reglamentos darán estructura y personalidad jurídico‑patrimoniales a la institución universitaria ya nacida; facilitarán su vida de relación con otras instituciones, en particular con el Estado; pero, jamás, la autori­dad que los dicta podrá pretender que la Universidad nace o se extingue o se transforma por el querer arbitrario del Poder Estatal.

Ante la Universidad, institución de cultura, gestada en trance de madurez intelectual de la nacionalidad -y tanto que la nuestra lo refleja expresiva y muy bellamente en su nombre: Universidad de Chi­le, no Universidad del Estado‑, los Poderes Públicos tienen el deber de reconocerla, de protegerla y de prestarle su más amplio apoyo jurí­dico, financiero y administrativo, sin condiciones de ninguna naturaleza, porque ella brinda a la Sociedad toda, sin límites de fronteras, de credos o de razas, sin discriminación de categorías sociales o económicas, libé­rrimamente Cultura Libre.

Pero, no termina aquí el testamento de Ortega y Gasset: la Uni­versidad no debe contentarse con lucir como reflejo de la Cultura que ella hace carne institucional; debe arrojar la propia luz de su actividad creadora y orientadora. 'La Universidad, afirmó tajantemente el maes­tro recordado, tiene que intervenir en la actualidad como tal Universi­dad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio ‑cultural, profesional y científico‑. De este modo no será una institu­ción sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un 'poder espiritual' superior frente a la Prensa ‑a la Opinión Pública, diríamos, con generalidad mayor‑, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez.'

¡La Universidad, institución histórico‑cultural: la universidad, po­der espiritual superior! He aquí el legado del gran español cuyo falleci­miento ha tenido la virtud de rasgar la corteza de nuestra indiferencia criolla.

Mas, como todo legado, ha menester de administración, defensa y acrecimiento sin mácula. Tal tarea compete, de consuno, a los estu­diantes y al personal docente, a las autoridades universitarias y a los colegios profesionales, bajo la atención respetuosa, deferente y agrade­cida de los Gobernantes y Legisladores.

 

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En homenaje a José Ortega y Gasset, prometamos solemnemente conservar la Universidad digna y libre, porque dignidad y libertad son nervio y sangre de las personas colectivas, al igual que de las personas naturales.

He dicho.