Es una profunda e íntima satisfacción la de iniciar estas jornadas Uruguayo-­Chilenas, llamadas a ser, en nuestro recíproco beneficio y por el progreso latino­americano, las primeras de una cadena que deseamos prolongada a través de esla­bones sucesivos en Montevideo y en Santiago. Para los profesores chilenos significa una extraordinaria oportunidad de concretar viejos anhelos y un motivo de indisimulado orgullo porque esta cristalización comience precisamente en Uruguay. Qui­zás mirando las cosas con franqueza y espíritu abierto, podamos sostener que estas fraternas reuniones han debido tener necesariamente por actores a juristas uruguayos y chilenos. Porque, en verdad, hay un notable paralelismo en el desarrollo cultural y jurídico de nuestras patrias, en su madurez institucional y en su afán libertario y democrático; paralelismo que debemos fortalecer y expandir a través de la Amé­rica entera en una época en que el sentido de lo jurídico, no siempre asentado con firmeza en esta tierra colombina, tiende, equivocada y peligrosamente, a ser desplazado por novedosos tecnicismos.

El adelanto industrial y el avance científico; la propagación de la cultura; el desarrollo de nuevas ideas socio‑económicas y políticas; y el conocimiento de lo que ocurre en pueblos más evolucionados, por medio de los actuales vehículos de información que llegan con facilidad a todas las capas sociales, han determinado en los conglomerados humanos de nuestras repúblicas una conciencia de su propio valer, de los derechos que pueden reclamar, y un lógico y plausible afán de elevar sus niveles de vida buscando para sí lo que la prensa, los libros y el cine les mues­tran como realidades ya logradas en otras latitudes. De esta manera los viejos pro­blemas de países subdesarrollados y de economías atrasadas, han sufrido serio agra­vamiento y golpean con fuerza en las preocupaciones de nuestros gobernantes. Se han creado así, simultáneas inquietudes en la búsqueda de los caminos que conducen el desarrollo económico, a la industrialización intensiva con aprovechamiento de las fabulosas conquistas de las ciencias, y a veces, a la reestructuración misma de las bases económicas. Y todo esto es hermoso, auspiciador de un futuro más próspero para las jóvenes repúblicas; pero lleva en sí un germen que debe preocuparnos. Hay quienes piensan ‑arrastrados por el tráfago de tina visión deformada e incompleta de la vida y de la sociedad, producto muchas veces de la especialización excesiva en que se vive y de una incompleta formación humanística y cultural-­ que en esta etapa del progreso es conveniente sustituir el juridicismo o reducirlo a un papel subalterno, para dar preeminencia a un criterio tecnicista que se cree más moderno, más ágil, más útil. Grave y peligroso error. La base de toda reestruc­turación económica, el fundamento de los cambios que se anhelan han de ser sin duda, un ordenamiento jurídico respetable, abierto a las modificaciones que el progreso señala, pero con el aval de las libertades esenciales, de la tranquilidad y se­guridad en el trabajo, de una administración de justicia libre de influencias políti­cas, en suma, un sistema legal y constitucional estable que asegura a cada ciudadano el pleno desarrollo de sus facultades dentro de la libertad, a cada nación la continui­dad constitucional, y a la América entera la paz y la confraternidad arrancadas de los discursos retóricos y transformadas en hechos reales y en actitudes positivas.

Y muy especialmente debe reiterarse este criterio con relación a Hispano América. La inestabilidad jurídica, el militarismo retrógrado y el caudillismo aventurero, que suelen darse con profusión en algunas naciones hermanas, no son en el fondo sino la expresión de una falta de madurez cívica que se enraíza en la ausencia de cultura jurídica, social e individual. No de aquélla madurez que puede tener existencia aparente en una legislación más o menos abundante, sino de la auténtica que nace del sentido de la legalidad vivido por cada miembro del conglomerado y que se manifiesta en un espontáneo respeto a los principios jurídicos, a las instituciones fundamentales y a los poderes constituidos, y en un deseo sincero de convivencia democrática en la libertad y en la justicia. Por consiguiente, cualquiera actitud que signifique debilitar un sentimiento jurídico aún no robustecido, entraña el peligro de matar para siempre o de postergar indefinidamente en América Latina, el imperio del derecho. No es simple vanagloria el proclamar que en este camino Uruguay y Chile señalan un rumbo a los pueblos latinoamericanos. Aquí y allende los Andes vivimos definitivamente bajo la égida de la Ley, en el respeto a las decisiones de la mayoría, que por su parte reconoce los derechos de la minoría, y en un estado de normalidad que, excediendo del Derecho Público, impulsa al progreso seguro y permanente del ordenamiento jurídico mismo. En Chile, este sentido de la legalidad y de la libertad se ha hecho carne en el corazón del pueblo y constituye una característica muy propia de la nacionalidad. No es fácil señalar los múltiples factores que en este favorable desenvolvimiento han influido; pero puede sí asegurarse que esa mentalidad sólo se ha alcanzado a través de un largo proceso educativo en el que se han operado una serie de hechos que, de manera insensible, han modelado y conformado el concepto de la legalidad. Entre tales factores parece indiscutible anotar, en el siglo pasado, la tarea extraordinaria y célebre de Andrés Bello, el jurista, poeta, humanista, gramático, filólogo, y educador caraqueño que colmó y abarcó lo más importante de la actividad jurídica y legal de varios decenios haciendo pesar su notable sabiduría y su inigualado equilibrio para combinar con maestría lo clásico y lo moderno; la Constitución de 1833 que trajo a Chile una estabilidad política desconocida entonces en América mediante un sistema autoritario, de Gobierno sólido, centralizado y fuerte; y el Código Civil promulgado en 1855 para regir desde el 19 de Enero de 1857, la obra cumbre de Bello, que encauzó con extraordinario tino el desenvolvimiento de las actividades particulares de los individuos, respetando la idiosincrasia nacional pero adaptándola a las novedades del derecho europeo, que fundió con rara armonía los usos arraigados de la época y lo que consideraba justo y progresista, que adecuó lo mejor del derecho extranjero a la realidad chilena, y que, por la fama que entonces alcanzó en el mundo especialmente en América Latina, en donde jugó el rol de modelo que antes había desempeñado en Europa el Código de Napoleón, consolidó y afirmó en las bases mismas de la sociedad Chilena un verdadero instinto jurídico, un concepto de la legalidad y del respeto al orden establecido. Mis palabras sobre el Código Civil Chileno son el inicio de estas jornadas de estudio y de confraternidad. El tema elegido es tal vez el símbolo más puro y el ejemplo más preclaro que hallarse pueda de hermandad y de sentido americanista, en el campo jurídico. Obra genial realizada en Chile por un venezolano, sirve más tarde a todas las naciones del continente nuevo que se inspiran en él, le siguen con entusiasmo y en varias ocasiones simplemente le hacen suyo y le adoptan como propio. Y su autor, que volcó en Chile la maravillosa abundancia de su saber, que escribió allí sus mejores obras, creó una Universidad y encontró el respeto y la gratitud de todo un pueblo, supo querer a Chile y mantener al mismo tiempo intacto el afecto hondo e inmutable por su lejana Venezuela, e inspiró toda su extraordinaria tarea de humanista, de jurista y de poeta en su fidelidad fervorosa al ideal americano. Junto con las pruebas inequívocas y fructíferas que dio a Chile de su amor, quiso siempre conservar su nacionalidad de origen y unir a Chile con Venezuela en un cariño indivisible que coincide y armoniza con las cumbres de belleza que su estro poético alcanzó al cantar las grandezas de América y los triunfos guerreros obtenidos en Boyacá o en Méjico, en Maipo o en Junín. El Código Civil Chileno fue, en lo formal, el resultado del trabajo de las comisiones que sucesivamente se crearon para la codificación de las leyes civiles; pero la realidad de los hechos, reconocida de inmediato por los propios gobernantes y legisladores, nos dice que fue el fruto magnífico de la versación, la tenacidad, la inteligencia y la pluma avezada del insigne Bello. Durante años, desde poco tiempo después de consolidada la independencia política, los gobernantes procuraron dar al país una nueva legislación civil. Abismado por el renombre que alcanzaba el Código de Napoleón, ya en 1822 O'Higgins, el Director Supremo, había pretendido que se hiciera simplemente traducir el Código francés para adoptarlo en su integridad. En 1831, apenas dos años después de llegado a Chile don Andrés Bello, el Presidente de la República propone al Congreso la designación de una sola persona para que presente con 'primera y urgentísima necesidad' los Códigos de leyes comprensivos de las principales ramas jurídicas. La idea no prospera, pero la inquietud sigue latente y en 1833 se propone a la Cámara de Diputados el nombramiento de una Comisión para que compile las leyes existentes 'vertiendo solamente la parte dispositiva de ellas en un lenguaje sencillo y conciso; añadiendo para suplir lo que en ellas falte a las reglas que suministren los glosadores y tratadistas más acreditados'. El Proyecto fue aprobado por la Cámara de Diputados, pero allí quedó postergado por la mayor premura de otros asuntos. Solo en Septiembre de 1840 viene a consumarse el nombramiento de dicha Comisión, y el Senado de la República designa, para que le representen en ella, a don Andrés Bello y a don Mariano Egaña. Pero la tardanza aludida no significó un daño grave, porque Bello, que había redactado el Oficio con que en 1831 el Gobierno proponía la designación de una persona, había tomado por su cuenta y riesgo la alta misión y al comenzar en los trabajos, pudo presentarle a la Comisión parte de lo que él ya había realizado. La labor comenzó por las disposiciones sobre leyes sucesorias, y los estudios realizados sobre el Proyecto de Bello se publicaron en el periódico oficial de la época con el objeto de llamar la atención del público sobre tan importante materia y pedirle 'las observaciones y reparos que puedan servir para la mejora. de lo ya hecho y para la más acertada dirección de lo que resta de hacer', según el propio Bello expresara. Mas, el distinguido jurista y profesor don Miguel María Güemes fue el único que respondió al llamado y comenzó a publicar en 'El Araucano' una serie de artículos que dieron lugar a célebres polémicas con Bello, de la cual surgieron, al pensar de algunos autores, las ideas que sirvieron definitivamente de base para la redacción de diversos artículos sobre sucesiones. En Octubre de 1841, 'la impaciencia del Gobierno y del Congreso, según la ilustrada opinión de Valentín Letelier-, precipitó las cosas instituyéndose por ley una junta Revisora del Proyecto del Código Civil'. La prisa en su designación hizo estéril su tarea y fue necesario, en julio de 1845, refundir las Comisiones en una sola que alcanzó a pronunciarse sobre los libros III y IV del Proyecto, o sea, sobre sucesiones, obligaciones y contratos. Pero no obstante la fusión, la actividad siguió languideciendo menos en Bello que, casi solo, con la esporádica colaboración de algunos miembros, continuaba una labor sin desmayos. El propio Ministerio de Justicia, en su memoria de 1847, expresa que la redacción del Código se aproxima a su término, pero deplora que la constancia del sabio caraqueño no haya podido recibir apoyo en la Comisión, pues las pesadas ocupaciones de sus miembros han imposibilitado con frecuencia sus reuniones. Sólo su constancia y tremenda voluntad pudieron obrar el milagro de que, en 1852, diera término a su magna tarea. Hubo, entonces, necesidad de designar una nueva Comisión, conocida entre nosotros con el título de Comisión Revisora, formada por Ministros de la Corte Suprema, de la Corte de Apelaciones de Santiago y por otros hombres de derecho para que, junto `con el propio Bello, se abocaran al estudio y examen de su Proyecto. La Comisión trabajó duramente por 3 años celebrando más de 300 sesiones, muchas presididas por el propio Presidente de la República don Manuel Montt en su despacho particular de la Moneda, a ninguna de las cuales faltó jamás don Andrés Bello. Varias reformas introdujo la Comisión al Proyecto de Bello, pero todas fueron aprobadas y algunas aún propuestas por él mismo. Por desgracia, de la interesante, seria y honda labor a que la Comisión se entregó, no han perdurado las actas y esta pérdida significa el más serio obstáculo y un vacío irreparable para reconstruir la historia fidedigna del establecimiento del Código Civil Chileno. En 1855 se dio cima a la empresa y el 22 de Noviembre, el Presidente de la República remitió el Proyecto al Congreso con un Mensaje redactado de pluma y letra de Bello que es una armoniosa pieza jurídico literaria. No sería equitativo desconocer la parte que en la fama del Código corresponde a los miembros de la Comisión Revisora; pero, también por una razón de justicia, debe destacarse el esfuerzo meticuloso y concienzudo de Bello, su inteligencia, su notable calidad de jurista a pesar de no ser abogado, su ponderación, que le transforman en verdadero y auténtico hacedor de nuestro Código Civil. Afirma Miguel Luis Amunátegui en su obra 'Don Andrés Bello y El Código Civil' que: 'El sabio jurisconsulto escribía primeramente sus borradores dejando en el papel doble margen del que se acostumbra ordinariamente. Revisaba después lo escrito, y hacía tantas enmiendas y alteraciones que, por lo general, el espacio dejado en blanco no le era suficiente para consignarlas. Recurría entonces al arbitrio de agregar, por medio de una oblea, al papel escrito otro y otros de distintas dimensiones, sobre los cuales continuaba escribiendo. No es raro encontrar entre sus manuscritos pliegos que tienen hasta cinco pedazos de papel añadidos en la forma indicada. El escribiente encargado de sacar en limpio estos embrollados borradores, lo hacía dejando también por margen la mitad del papel. Don Andrés, con su paciencia inagotable, volvía a revisar y corregir lo hecho hasta darle la forma en que debía ser presentado a la Comisión de Legislación creada al efecto por ley de 10 de Septiembre de 1840'. Tan unánime era la convicción de tenerle por autor del Código Civil que la propia Comisión le encomendó revisar el texto que aprobó el Congreso Nacional y enamorado Bello de su obra quiso aún perfeccionarla y al hacer la corrección, pasando por sobre normas consagradas, pulió la redacción, mejoró la puntuación y llegó hasta suprimir palabras, incisos y aún artículos. De allí que entre la edición oficial del Código v el texto aprobado por el legislador, haya muchas veces notorias diferencias. Pero el prestigio y el nombre ganado por Bello habían alcanzado tan alto rango, que esta circunstancia no dio motivo a problema alguno y ahora sólo se le cita como curiosidad histórica. El Mensaje con que el Proyecto llegó al Congreso, es como una portada magnífica del Código. Nuestro colega, el Profesor don Pedro Lira Urquieta, que ha estudiado con profundidad y hondura la obra de Bello en Chile y en especial su Código Civil, y cuyos trabajos son la fuente más cercana de esta exposición, dice sobre el Mensaje: 'Quiso su autor darnos allí una apretada síntesis de su pensamiento jurídico. Con notable concisión se exponen las razones que movieron a aceptar tal o cual sistema y aprobar una u otra solución jurídica. La importancia forense de este Mensaje la demuestra el hecho de que él sea invocado de continúo en los escritos y en los alegatos de los abogados. En cuanto a su valor literario bástenos decir que es una página de antología jurídica comparable con las mejores piezas de Jovellanos'. Este Mensaje, sobrepasó con mucho su objetivo y ha sido durante un siglo y continúa siendo 'precioso auxiliar para aclarar y facilitar la interpretación de los textos, para penetrar mejor su sentido, captar más acertadamente la doctrina y desentrañar en cada caso el pensamiento del autor'. (Opinión del prestigioso profesor chileno de la Escuela de Derecho de Valparaíso, don Francisco Carrera). Concluía el Mensaje expresando: 'La discusión de una obra de esta especie en las Cámaras Legislativas retardaría por siglos su promulgación, que es ya una necesidad imperiosa, y no podría después de todo dar a ella la unidad, el concierto, la armonía que son sus indispensables caracteres'. Por eso, solicitaba la aprobación del Código en su conjunto, sin discutirlo en particular. Y el Congreso Nacional, rindiendo el primer homenaje de confianza a Bello y a la Comisión Revisora, le prestó su aprobación en la forma pedida, por estimar, según las palabras del Presidente del Senado, que un camino distinto significaría 'emplear quizás, sin fruto alguno, un sinnúmero de años, un tiempo indeterminable y por último, no arribar jamás al resultado que se desea', pues nada podrían agregar los legos en materias tan delicadas y pesadas' por el crisol del análisis más prolijo'. El Código fue recibido con muy justificados aplausos que aumentaron a la par que se examinaba y apreciaba su contenido. Pronto pasaron las fronteras y se hicieron unánimes en Ibero-América, alcanzando también el viejo mundo. En 1858 el Estado de Santander, en Colombia, lo adoptó íntegramente, con ligeros retoques. Siguió el ejemplo de Cundinamarca y más adelante Colombia entera lo hizo suyo. Ecuador recorrió el mismo camino y Nicaragua hizo algo semejante. En los textos y en las actas de los trabajos de preparación del Código Civil Mejicano de 1870, como en el posterior de 1884, se le dio cita con particular frecuencia. El autor del Código Civil argentino, el ilustre Vélez Sarsfield expresó con nobleza que 'el Código de Chile, que tanto aventaja a los Códigos Europeos' le había servido grandemente en su trabajo. Aquí en Uruguay, en el Informe de la Comisión Codificadora de 1887 se menciona entre los antecedentes que han servido para la elaboración de la obra, junto a los Códigos de Europa y a diversos Proyectos y Tratados 'con especialidad el justamente elogiado de Chile' que vuelve a ser citado al justificar el sistema de las tutelas y al explicar la posesión y la reivindicación. La influencia del Código Civil Chileno en el de Uruguay es aún mayor de lo que pudiera parecer de estas referencias. Un examen comparativo de ambos cuerpos legales nos lleva a la conclusión de que en muchos aspectos, en diversas instituciones y en numerosas definiciones, vuestro Código siguió literalmente al de Bello. Por lo menos unos 370 artículos son la repetición exacta de otros tantos del Código Chileno y otros 170 se diferencian de los respectivos del Código Andino sólo en una palabra o en un detalle de expresión. Las reglas del Código Uruguayo sobre interpretación de la Ley; estatuto personal y estatuto real; domicilio; igualdad de nacionales y extranjeros; pruebas del estado civil; esponsales; impedimentos impedientes en el matrimonio; obligaciones y derechos entre los cónyuges; guardas; clasificación de los bienes; ocupación; accesión; usufructo; uso y habitación; servidumbre; acciones posesorias; testamentos; porción conyugal; albaceas; partición de bienes; pagos de las deudas hereditarias y testamentarias; compraventa; arrendamiento; censo; sociedad y sobre muchas otras materias constituyen en su mayor parte una simple adaptación o incorporación de los preceptos del Código Chileno. En general, su influencia se hizo sentir en todos los países Ibero-Americanos que buscaban con urgencia la manera de tener su legislación civil propia, distinta de la española tradicional que era ingrata a las nacientes Repúblicas. Y éstas encontraron facilitado el camino con la obra de Bello. El Código Chileno no es copia de ningún otro. Como se expresa con claridad en el Mensaje: 'era menester servirse de los Códigos existentes sin perder de vista las circunstancias peculiares de nuestro país. Pero en lo que éstas no presentaban obstáculos reales, no se ha trepidado en introducir provechosas innovaciones'. Sus fuentes más importantes son, entre los antecedentes legislativos, el Código de Napoleón, el Código Holandés, el Código de las Dos Sicilias y el Código de la Lusiana; entre los tratadistas, los franceses Pothier, Delvincout y Troplong; y los españoles Matienzo, Tapia, y García Goyena. Respecto de este último, las investigaciones de Lira Urquieta demuestran que su notable Proyecto de Código, conocido a menudo bajo el nombre de Código Civil Español, aún cuando nunca llegó a ser aprobado, constituyó un modelo que Bello consultó con frecuencia y que siguió de cerca en muchas partes. Por ejemplo, en el Libro I hay sensibles analogías, especialmente en lo relativo a las pruebas del estado civil; a la patria potestad y a las tutelas y curatelas. Lo mismo ocurre en el Libro II respecto a la clasificación de los bienes, la accesión y las servidumbres de agua. Semejanzas claras pueden también encontrarse en los testamentos, en las incapacidades e indignidades para suceder, en los legados y en el beneficio de inventario. ¿Cuáles son las características más notorias del Código Civil Chileno y qué pueden desde luego destacarse en un análisis de carácter general como virtudes indiscutidas? Por de pronto, resultó adecuado y conveniente para el país y sus costumbres, condición primera de una buena ley. Prueba de ello es que durante 70 años de vigencia sólo sufrió muy ligeras modificaciones. Su redacción y lenguaje alcanzan una altura difícil de encontrar en otros textos legales. No en vano Bello fue notable literato y poeta. La precisión, la claridad, la pureza de su estilo, que a veces deslinda en la belleza literaria y en la perfección de la forma, contrastan abiertamente con la imperfección y la deficiencia que la premura de nuestra época impone como sello a las leyes que hoy se dictan en muchas latitudes. Citemos, como expresivos botones de muestra su definición del Art. 649: 'Se llama aluvión el aumento que recibe la ribera de la mar o de un río o lago por el lento e imperceptible retiro de las aguas'; la definición de playa de mar como 'la extensión de tierra que las olas bañan y desocupan alternativamente hasta donde llegan en las más altas mareas'; y el precepto del Art. 1.534: 'Si de dos codeudores de un hecho que deba efectuarse en común, el uno está pronto a cumplirlo, y el otro lo rehúsa o retarda, éste sólo será responsable de los perjuicios que de la inejecución o retardo del hecho resultaren al acreedor'. Surge también de todo su extenso articulado, un notorio afán de sistematizar, clasificar y definir, facilitando su conocimiento y su consulta. Como todos los Códigos de la época, aparece empapado de un indiscutible clasicismo jurídico que no le impide, sin embargo exhibir un claro espíritu progresista pero que descansa en un raro equilibrio y buen sentido, sin falsos ensayos de erudición, sin pretensiones de innovarlo todo, sino de buscar lo mejor donde quiera que se encuentre para aplicarlo a la realidad chilena con el propósito de avanzar siempre algo. Con esta inspiración introdujo instituciones y conceptos que significaron un adelanto evidente a su tiempo. Estableció, por ejemplo, la perfecta igualdad civil de todos los habitantes inclusos los extranjeros, y con ello fue el primer Código en el mundo que se atrevió a formular este principio en términos categóricos y rotundos, ya que hasta entonces algunos cuerpos de leyes sólo habían osado, en esta materia, hablar de la 'reciprocidad'. Fue también el primero en reglamentar de manera sistemática y completa a las personas jurídicas, que sólo habían recibido el honor de algunas disposiciones aisladas. Del mismo modo, fue el iniciador de una reglamentación uniforme y detallada en materia de presunción de muerte por desaparecimiento, con eficiencia tal, que casi un siglo más tarde, el Código Fascista de 1938 siguió casi a la letra el párrafo respectivo de nuestro Viejo Código Civil. Aún más, los principios generales y básicos de Derecho Internacional Privado que contienen los artículos 14 a 18 del Título Preliminar, no habían sido incorporados hasta entonces a un cuerpo de leyes con precisión y claridad, sino tan solo configurados por los tratadistas. Estableció el Conservador de Bienes Raíces con el objeto de mantener intacta la historia de la propiedad inmueble y de efectuar la tradición de dominio y demás derechos reales constituidos sobre tales bienes, con la sola excepción de los de servidumbre, mediante la inscripción en dicho Registro. Resolvió, con una admirable y sencilla medida ecléctica el problema social de mayor trascendencia en su época, los mayorazgos y sus propiedades vinculadas, convirtiendo las vinculaciones en censos de capital cuyos créditos seguirían pagándose a los sucesores de mayorazgos. Afirma Lira Urquieta con razón, que 'en otros países hubo confiscaciones y desamortizaciones y con ello sangrientas consecuencias. En Chile se logró el resultado apetecido sin lesionar la equidad y sin que se alterara la marcha de los negocios públicos. La prudencia de Bello cegó el manantial de perpetua discordia cual era la disputa sobre los mayorazgos'. Finalmente, merece citarse entre sus virtudes, sobre todo si se atiende a la época en que se dictó y a la benéfica influencia que ejerció en el posterior desenvolvimiento jurídico de Chile, el culto a la Ley y la verdadera omnipotencia de ella que consagró el Código y que no fue sino la reiteración lógica y concordante de lo que ya había estatuido la Constitución Política de 1833. La extensión del Código no es poca, tiene 2.525 artículos (120 más, por ejemplo, que el Código Uruguayo), pero puede ser esta una virtud o un defecto, según el cristal con que se la mira. En nuestro modesto sentir, parece convincente la explicación del propio Bello en el Mensaje: 'Por lo que toca al mérito y plan que en este Código se han seguido, observaré que hubiera podido hacerse menos voluminoso, omitiendo ya los ejemplos que suelen acompañar a las reglas abstractas, ya los corolarios que se derivan de ellas, v que para la razón ejercitada de los magistrados y jurisconsultos eran ciertamente innecesarios. Pero, a mi juicio, se ha preferido fundadamente la práctica contraria, imitando al sabio legislador de las partidas. Los ejemplos ponen a la vista el verdadero sentido y espíritu de una ley en sus aplicaciones; los corolarios demuestran lo que está encerrado en ella, y que a ojos menos perspicaces pudiera escaparse. La brevedad ha parecido en esta materia, una consideración secundaria'. Por último, al decir del mismo autor del Código, no hay obra perfecta y 'ninguna tal ha salido hasta ahora de las manos del hombre'; de allí que debamos expresar sin sonrojo que la obra de Bello no estuvo exenta de errores y defectos. Mas, para señalar los aspectos negativos del Código sin abandonar los principios de justicia, es útil distinguir y aclarar -porque suele incurrirse en la confusión- que no pueden considerarse como tales las deficiencias que surgieron más tarde, a medida que los años transcurrían, la Sociedad evolucionaba y la realidad regida por la Ley había sufrido sustanciales transformaciones, como también las doctrinas filosóficas, políticas o jurídicas imperantes. En verdad, no nos parece justo dar la condición de defecto a principios rectores, instituciones o preceptos que en 1855 reinaban sin reparos y eran el sentir de la época, tan sólo porque cien años más tarde resulten ellos inadecuados, injustos o inaplicables. El concepto de derecho de dominio; la tuición del matrimonio por la Iglesia Católica, no obstante que en Francia ya se le había secularizado; la rigidez del régimen matrimonial; y el sentido con que se trata el problema del trabajo, son ejemplos que por sí solos se explican. Aún cuando respecto de este último podría haber alguna duda, pues si bien es cierto que las ideas económicas y políticas entonces en boga no diferían sustancialmente de las que inspiraron al Código Francés, también es verdad que ya había hecho su aparición el maquinismo en la industria y tomaba formas el problema social que a tal hecho siguió. Pero pueden anotarse sin temor de ser injusto, como aspectos que pudieron y debieron ser mejores, la fijación de la pubertad, en términos rígidos y absolutos, en 12 y 14 años respectivamente, para mujeres y hombres, que a menudo discuerda con la realidad en un país de clima frío austral; la eliminación de la madre legítima en la patria potestad, contrariando al Proyecto de Código de García Goyena que se la entregaba; el sistema de filiación, y el establecimiento de los hijos sacrílegos, adulterinos e incestuosos desamparados de la Ley y tratados con franco disfavor; el olvido de la adopción, considerada en otras legislaciones de la época; el silencio sobre nombre de las personas; el desdén con que mira la fortuna mobiliaria; algunas faltas de concordancia y el uso de expresiones simplemente equivocadas, casi paradójica si se recuerda su alta calidad literaria; y la existencia de algunas insalvables contradicciones entre preceptos situados en párrafos diversos. Así ocurre, por ejemplo, entre el artículo 680 y el 1874, ya que mientras aquél dice que la tradición puede transferir el dominio bajo condición, éste nos expresa que la cláusula de no transferirse el dominio sino en virtud de la paga del precio, no produce el efecto deseado por las partes y mantiene el derecho para exigir el precio o la resolución; entre los artículos 990, por una parte y los artículos 1182, 1183 y 1884 por la otra, porque resulta que la herencia ha de dividirse de distinta manera entre los hijos naturales, el cónyuge y las hermanos legítimas, según apliquemos una u otra disposición; y entre los artículos 1574 y 2291, pues el primero niega derecho al tercero que paga contra la voluntad del deudor para que éste le reembolse lo pagado, y el segundo le reconoce este derecho si el pago ha sido útil, o sea, si ha extinguido la deuda. Bonnecasse enseña que los elementos característicos del clasicismo jurídico son, fundamentalmente, cuatro: el culto por la norma; el racionalismo; el temor reverencial a lo antiguo y con preeminencia al Derecho Romano y sus seguidores; y el afán de ordenar materias y clasificarlas. En el Código de Bello, con más o menos fuerza, estas características-símbolos se hallan por doquier. Y simultáneamente, como es razonable aunque hoy día podamos discordar en muchas aspectos ideológicos, inspira sus preceptos en el individualismo reinante y en el 'derecho burgués' del siglo pasado que se expresa, al decir de Menger, en la trilogía: derecho de propiedad, derecho de herencia, y principio de la autonomía de la voluntad. De allí que conceda al dominio un respeto quizás excesivo y un claro predominio, otorgando al propietario las mayores libertades, siempre que no contraríe ni el derecho ajeno ni la ley. En un discurso argumentaba Bello y decía al Parlamento: 'La propiedad ha vivificado, extendido, agrandado nuestra propia existencia: por medio de la propiedad la industria del hombre, este espíritu de progreso y de vida que todo lo anima ha hecho desarrollar en los más diversos climas todos los gérmenes de riqueza y de poder'. Pero, manteniéndose dentro del concepto netamente individual, sus preceptos marcan un avance cuando suprime las trabas que embarazan la circulación de la riqueza, las impide y da un golpe de muerte a la concepción feudal del dominio. Prohíbe dos o más usufructos o fideicomisos porque -como se explica en el Mensaje- 'unos y otros embarazan la circulación y entibian el espíritu de conservación y mejora que da vida y movimiento a la industria'. En el reconocimiento pleno del derecho de herencia sigue también el timbre de la época; y en materia de obligaciones y contratos, es el principio de la autonomía de la voluntad lo que forma con vigor todo el libro IV. Para el autor del Código, como para todos los pensadores de la época, la iniciativa privada es la fuente de toda riqueza, prosperidad y de progreso, y eleva a la categoría de Ley lo que las partes puedan acordar lícita y libremente. Así, las aspiraciones difundidas en el mundo por la revolución francesa encuentran acogida en el Código que, en estas materias, repite lo que el Código de Napoleón introdujo como legislación revolucionaria. En los títulos y párrafos sobre derecho de familia, los principios cristianos no sólo tienen cabida en sus disposiciones sino que se les reconoce a veces una jerarquía tal, que el Código entrega a la autoridad eclesiástica la decisión sobre la validez del matrimonio y sobre la existencia de impedimentos y sus dispensas; y proclama que sólo tienen esta calidad los que hayan sido declarados tales por la Iglesia Católica. Niega carácter vincular al divorcio y la familia se afirma en el matrimonio-sacramento con amplia aplicación del Derecho Canónico; protege solamente la filiación que emana del matrimonio y excepcionalmente y en situación desmedrada se tolera el matrimonio de disidentes. Y a pesar de todo -jamás lo hubiera pensado Bello- el Episcopado chileno le hizo objeto de duros ataques por considerar que algunos preceptos eran contrarios a los intereses de la Iglesia o vejatorios para sus prelados. Veamos ahora la estructura del Código Civil Chileno y un breve cuadro esquemático. Consta de cuatro Libros y un Título Preliminar que, a semejanza del Código de Napoleón, contiene una serie de normas de carácter general, de alcance amplio, aplicables a todo el Derecho Privado y en algunos casos aún al Derecho Público. Regla la promulgación, obligatoriedad, interpretación e irretroactividad de la Ley; da algunas normas sobre vigencia de la Ley en cuanto al territorio; define numerosas palabras y conceptos de uso frecuente. Termina con breves preceptos sobre derogación de las leyes. La idea de un Título preliminar, que no es original del Código Chileno, se divulgó sin embargo intensamente después de su aparición y no sólo la han conservado casi todos los Códigos Latinos, sino que en los modernos es hoy una Parte General de desarrollo mucho más extenso. El libro I está consagrado a las personas y las define, al comenzar, de manera que en su época se consideró avanzada: 'Son personas todos los individuos de la especie humana, cualquiera sea su edad, sexo, estirpe o condición'. Da reglas claras sobre el domicilio y la residencia; sobre el principio y el fin de las personas naturales; y también sobre las personas jurídicas, según antes se explicó, adoptando el sistema de la ficción en lo que a la naturaleza de ellas se refiere y sentando fundamentos legales de las personas jurídicas de derecho público. La constitución de la familia sobre las bases cristianas, es quizás, la principal preocupación de este Título I. Aplica en sus preceptos la Doctrina Canónica y se remite categóricamente, como vimos, a los preceptos de este Derecho. El padre es el jefe indiscutido de la familia y a su potestad están sujetos los hijos y la mujer, la cual queda sometida a incapacidad relativa por el solo hecho del matrimonio. Para redondear estos principios, consagra la muerte civil de los profesos con votos solemnes en Instituto Monástico reconocido por la Iglesia Católica; declara relativamente incapaces a los religiosos; y da calidad de hijos de dañado ayuntamiento a los sacrílegos. Los hijos legítimos son los concebidos dentro del matrimonio y sólo pueden ser legitimados los concebidos fuera de él únicamente cuando, aparte de otros requisitos, interviene también el matrimonio de sus padres. Se incluyen en este Título de privilegio de la habilitación de edad, las pruebas del estado civil y se da una minuciosa y detallada reglamentación para las guardas, a imitación de las viejas leyes españolas, excluyendo de ellas a las mujeres y separando las tutelas de las curadurías. El régimen matrimonial no aparece estatuido en este Libro I sino en el Libro IV, al reglamentar las capitulaciones matrimoniales y la sociedad conyugal, en el Título que precede a la compraventa. El Libro II se ocupa de los bienes y su principio rector es el respeto al dominio. Establece paralelamente a esto, con clara perfección y simplificando mucho el sistema romano, la posesión que aparece protegida por las acciones posesorias, como el dominio lo está por la reivindicación y que es el fundamento de la prescripción adquisitiva. Y en materia de propiedad y posesión, sin duda su virtud más destacada es la creación del régimen del Conservador de Bienes Raíces que ha dado resguardo indiscutible a estos bienes y ha significado para ellos una organización estable y segura, si bien debemos reconocer que no se ha realizado el anhelo expuesto en el Mensaje de que algún día 'inscripción, posesión y propiedad serían términos idénticos'. Interesantes disposiciones contiene este Título sobre los bienes nacionales; y clasifica y analiza los derechos reales, en especial los que constituyen limitaciones del dominio, en forma clara y precisa en relación con lo que decían las legislaciones de la época, sobre todo en materia de servidumbres que clasifica, sin confusión, en naturales, legales y voluntarias. Estas últimas significan una de las más importantes limitaciones que el propio legislador impone al derecho de propiedad, y han permitido a lo largo de un siglo, aumentar esas limitaciones a la par que las actividades estatales han crecido, y ello sin necesidad de alterar para nada la norma legal. El problema de los derechos de aguas, que reviste especial importancia en algunas zonas del país, fue reglamentado en tres Títulos distintos de este Libro II: al hablar de los bienes nacionales, de las servidumbres y de las acciones posesorias especiales, y su eficiencia se acredita con el hecho de que, en lo sustancial, han estado en vigencia hasta la fecha. El Libro III está destinado a las sucesiones y a las donaciones entre los vivos. Como antes ya se expresó, reafirma la existencia del derecho de herencia y nos dice que se puede suceder a virtud de un testamento o de la Ley, o sea, la sucesión puede ser testamentaria o abintestato y en algunos casos mixta, es decir, parte testada y parte intestada. El testador no puede disponer libremente de sus bienes en cualquier circunstancia porque debe respetar las asignaciones forzosas que son cuatro: los alimentos que se deben por Ley; la porción conyugal; las legítimas; y la cuarta de mejoras de la sucesión de los descendientes legítimos. Sólo son legitimarios los hijos legítimos personalmente o representados por sus descendientes legítimos; los ascendientes legítimos; los hijos naturales personalmente o representados por sus descendientes legítimos y los padres naturales. En consecuencia el Código contempla una verdadera transacción o solución ecléctica entre la plena libertad de testar y la limitación rigurosa. Para el caso de no hacer testamento o no poder éste surtir sus efectos, se contempla seis órdenes de sucesión intestada que empiezan con los descendientes legítimos y concluyen con el Fisco. Dentro de este mismo Libro III se reglamenta cuidadosamente la partición de los bienes hereditarios con la mira de evitar la indivisión y las mismas reglas se hacen aplicables a las comunidades y sociedades conyugales. Termina este Libro, como su modelo francés, con un Título relativo a las donaciones entre vivos que, no obstante ser un contrato, se prefirió tratar aquí por sus numerosas vinculaciones con las materias sucesorales. El Libro IV se ocupa de las obligaciones y los contratos y su principio normativo es, como ya se hizo notar, el de la autonomía de la voluntad. Las obligaciones aparecen clasificadas de la manera clásica, pero en forma más simple y más clara. Los requisitos de los actos jurídicos son los mismos recogidos por los glosadores romanos, por Pothier e incorporados al Código de Napoleón: capacidad legal, consentimiento libre y espontáneo; objeto lícito; causa lícita. Numerosas reglas nos explican cuales son los medios de extinguirse las obligaciones y como operan; para entrar más adelante a la reglamentación completa y metódica de los más importantes contratos; y dar normas precisas y fáciles sobre prelación de créditos. Es en esta parte donde Bello se inspiró casi literalmente en el Código Francés. Según antes se dijo, dentro de este Título aparecen las reglas principales (hay algunas aisladas en el Libro I) que configuran el régimen matrimonial chileno sobre la base de una sociedad conyugal, que sólo puede ser reemplazada excepcionalmente por la separación de bienes como consecuencia de acogerse una demanda de divorcio perpetuo o de un fallo judicial que ordena, precisamente esa separación a solicitud de la mujer. Se reconoce también una separación parcial, pero ella no altera la existencia de la sociedad conyugal. La administración de ésta corresponde con amplias facultades al marido y sólo en circunstancias extraordinarias se la entrega a su curador, que si es la mujer y no un tercero, actúa también con extensos poderes. Termina el Código con un Título que se refiere en conjunto a la prescripción adquisitiva y a la prescripción extintiva, a pesar de ser aquélla un modo de adquirir el dominio y ésta un modo de extinguir obligaciones. Pero, la circunstancia de tener ambas instituciones normas comunes y de desempeñar las dos un rol estabilizador que les es también común, fue la causa de que se les prefiera tratar en el capítulo que pone punto final al Código Civil. Tal es la síntesis somera del Código de Bello en su texto original. Hoy, transcurrido más de un siglo, el constante mudar de las costumbres y las transformaciones de todo orden que en el mundo se han producido, no han podido sustraer al Código de diversas reformas que le han remozado y perfeccionado, pero que no han alterado fundamentalmente su estructura. En el Título preliminar se modificó, en 1949, por Ley N° 9.400 el párrafo relativo a la promulgación de la Ley, no para introducirle reformas de fondo, sino para aclarar y distinguir, como ya lo había hecho la doctrina y la jurisprudencia, la promulgación de la publicación y modernizar el sistema de esta última. Los otros cambios que en este Título han ocurrido se refieren a diversas definiciones y conceptos relacionados con el derecho de familia. que lógicamente debieron ser modificados por las mismas leyes a que luego aludiremos y que introdujeron sustanciales reformas en esta materia. En el Libro I nos encontramos que ya por la Ley de 10 de Enero de 1884 se introducen cambios notables al establecerse el Matrimonio Civil, quitándole a la Iglesia Católica el conocimiento y decisión de estas cuestiones. La Ley no varió la definición de matrimonio contenida en el artículo 102, ni cambió la indisolubilidad del vínculo matrimonial, pero reglamentó directamente al divorcio y al hacerlo repitió bajo este nombre lo que el Derecho Canónico llama separación de cuerpos que sólo suspende la vida en común de los cónyuges. Chile sigue, pues, siendo uno de los poquísimos países del mundo civilizado en que esa institución no existe. Varios intentos legislativos destinados a establecerlo han fracasado principalmente, sin duda, por la presión de los círculos católicos, y en los últimos decenios debido también a que le han introducido en Chile, furtivamente, con el título de nulidad de matrimonio, un divorcio disfrazado. En efecto, mediante declaraciones falsas de testigos se prueba legalmente que los esposos no tuvieron a la fecha de la celebración del matrimonio el domicilio o la residencia de que da constancia el acta matrimonial, con la cual queda establecida la incompetencia del oficial civil que lo autorizó y el juez debe declarar la nulidad. Parece evidente que este camino ha hecho sentir menos la imperiosa necesidad de establecer el divorcio vincular, pero tampoco puede discutirse que la tolerancia para mirar este problema significa un grave daño no sólo desde el punto de vista moral, pues rebaja la majestad y el respeto de la Ley, sino porque la falta total de preceptos que le rijan hacen posible hoy día en Chile que el matrimonio se disuelva por el mutuo consentimiento en cualquier instante, sin cortapisas de ninguna especie, que esto pueda repetirse muchas veces si es cómodo o necesario y que aún se llegue con frecuencia a negociar la disolución y a avaluarla en dinero, cuando una parte tiene mucho interés en ella y la otra se allana al procedimiento sólo si se accede a sus exigencias. Esta corruptela puesta en práctica por primera vez poco después de 1925, ha venido tomando cuerpo año tras año y hoy día constituye un serio problema social que debemos afrontar. En 1932 hubo 333 casos de nulidad; en 1938 la cifra alcanzó a 898; en 1941 había subido a 1.153; en 1955 alcanzamos a 1.619 nulidades decretadas; y podernos asegurar que al presente suben de 2.000 por año los matrimonios que así se disuelven.

La nueva Ley sobre Matrimonio Civil exigió la creación del Registro Civil, que nació seis meses más tarde, por Ley de 17 de Julio del mismo año 1884. Desde el 19 de Enero de 1885 comenzaron a ejercer sus funciones los Oficiales del Registro Civil, en substitución de los Curas Párrocos, para la celebración del matrimonio, practicar las inscripciones del caso y llevar los registros relativos al estado civil de las personas. Esta primera Ley del Registro Civil fue reemplazada en 1930 por la Ley N° 4808 que, en la actualidad, con algunas reformas de detalle, es la que nos rige.

Hemos explicado antes la situación de la mujer dentro del Derecho Civil en general y del matrimonio en particular. Pues bien, la creciente intervención de las mujeres en las faenas industriales, en el comercio y en las profesiones, el desarrollo de su cultura y el cambio en las costumbres, hicieron imperiosa una reforma que se concretó por vez primera en 1925, mediante el Decreto Ley N° 328 y que se perfeccionó en 1934 por la Ley Nº 5221, obra principalísima de los Profesores de Derecho Civil de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile. Esta Ley dio a la madre legítima la patria potestad sobre sus hijos no emancipados; derogó todas las prohibiciones e incapacidades impuestas a la mujer por la sola razón del sexo; dio plena capacidad a la mujer casada separada de bienes o divorciada a perpetuidad; y creó la institución que en Chile acostumbramos a llamar, siguiendo a los tratadistas alemanes, 'bienes reservados de la mujer casada' a pesar de que el Código no le da este nombre. Se incluyen en ellos los que la mujer obtiene del trabajo separado del marido -para cuyo ejercicio no necesita autorización- y los que con ellos adquiera, de manera que forman un patrimonio especial con un activo y un pasivo propios y que la mujer administra libremente con prescindencia del marido. Al disolverse la Sociedad, la mujer dirá si recibe los gananciales o renuncia a ellos. En el primer caso, los bienes reservados se agregan a los gananciales; y en el segundo, quedan definitivamente para ella como si fueran propios. Este patrimonio existe de pleno derecho, sin necesidad de declaración judicial alguna y sus normas son de orden público, de modo que son irrenunciables y no pueden ser alteradas por las partes. Para darle eficacia en su aplicación práctica mediante la seguridad de los terceros que contraten con la mujer, en lo que se refiere a la capacidad de ésta y el origen de los bienes, hay normas precisas cuya bondad la experiencia ha demostrado. Toda esta trascendental reforma se introdujo en el texto mismo del Código, modificando algunos de sus artículos, variando totalmente el contenido de otros y derogando no pocos, pero cuidando de mantener su numeración.. Más tarde, las Leyes 7.612 de 21 de Octubre de 1943, y 10.271 de 2 de Abril de 1952 mejoraron y ampliaron aún más estas reformas y hoy día se puede en Chile pactar un régimen distinto al de la Sociedad conyugal antes del matrimonio, en el instante de celebrarlo y aún durante su vigencia, por un simple pacto que debe constar por escritura pública y ser anotado al margen de la inscripción matrimonial salvo cuando se otorga en el acta misma del matrimonio. En estos casos rige el régimen de separación de bienes con las reglas que el Código contempla para los casos de separación judicial y divorcio perpetuo. La misma Ley 7.612 suprimió la arcaica institución de la muerte civil y derogó, consiguientemente, la incapacidad relativa de los religiosos; rebajó la mayor edad de 25 a 21 años, y derogó la habilitación de edad. En materia de filiación, la Ley 5.750 de 30 de Noviembre de 1935 simplificó y alteró el régimen que existía. Desaparecieron los hijos de dañado ayuntamiento y se aceptó la investigación de la paternidad ilegítima. La Ley 10.271 ya citada, completó las reformas sobre filiaciones, sobre todo respecto de la natural, aceptando aún la investigación de la paternidad en este caso y concediendo una serie de derechos al padre natural que ha reconocido voluntariamente al hijo. Simplificó también el antiguo y complicado sistema de reconocimiento del hijo natural y de la legitimación, sustituyéndolo por el camino más simple de la repudiación. La adopción, que nuestro Código no había contemplado, fue introducida en 1934, el 5 de Enero, por la Ley N° 5.343, obra también de los profesores de nuestra Facultad. La experiencia hizo conveniente reemplazarla por la Ley en actual vigencia, la Nº 7.613 de 21 de Octubre de 1943, aporte también de la capacidad y esfuerzo de los profesores de Derecho Civil de la época. El problema de los menores desamparados, que en nuestros días ha alcanzado actualidad mundial y que el Código prácticamente no consideró, hizo necesaria la dictación de algunas leyes que introdujeron reformas de importancia al Código Civil. La primera es del año 1912 y la en actual vigencia es la N° 4.447 de 1928, que alteró las disposiciones sobre cuidado personal de los hijos y sobre tuición. Las tutelas y curatelas han sufrido sólo algunas modificaciones. Tal vez la más importante es la de haber establecido, la Ley 7.612 antes referida, que llegado el menor a la pubertad su tutor se transforma por el solo ministerio de la ley en curador, obviando las dificultades de todo orden que antes significaba el paso de la tutela a la curaduría. También merece citarse a este respecto la Ley 4.827 de 11 de Febrero de 1930, que hizo posible, en ciertos casos, el ejercicio de las guardas por personas jurídicas: los Bancos por medio de sus Departamentos de Comisiones de Confianza. El Título sobre Personas Jurídicas fue alterado por la Ley N° 5.020 de 30 de Diciembre de 1931 que suprimió la traba de tener que pedir, las Corporaciones y Fundaciones de Derecho Privado, permiso especial al Congreso para conservar la posesión de sus bienes raíces. Más tarde, la Ley N° 7612 del año 1943 suprimió las pocas ataduras que quedaban y que hacían de estas personas jurídicas entes relativamente incapaces. En consecuencia, hoy en Chile las personas jurídicas de Derecho Privado tienen plena capacidad. En este terreno no podemos dejar de señalar, a lo menos, una frondosa legislación que, si bien no ha alterado el texto mismo del Código, ha modificado sustancialmente el sentido del derecho al crear nuevas normas y ha disminuido el campo de aplicación del Código. Me refiero a las personas jurídicas que llamamos 'instituciones semifiscales', que no caben dentro de la distinción clásica de personas de derecho público y de derecho privado, de corporaciones y fundaciones. El crecimiento del Estado y el aumento de su intervención forzó a crear estos entes, con características propias y distintas, que se rigen en su funcionamiento por leyes especiales, y por el derecho común en sus relaciones con terceros. Otro tanto ocurre con las 'asociaciones de canalistas' para el funcionamiento de las comunidades sobre aguas, que se rigen por normas diversas, contenidas primero en la Ley 2139 del año 1 908 y hoy día en el Código de Aguas, de 1951; con los sindicatos, verdaderas corporaciones gremiales, que se rigen por el Código del Trabajo, de 1931; y con las cooperativas, regidas por leyes varias. En el Libro II deben citarse numerosas leyes que no han modificado preceptos del Código, pero sí les han complementado de tal modo que el sentido mismo de la legislación es ya otro. En efecto, son muchas las leyes que han limitado el dominio y establecido gran cantidad de servidumbres por razones públicas, de orden municipal, de salubridad y de utilidad social. En 1937, la Ley Nº 6071 estableció la propiedad horizontal que ha alcanzado gran auge, al autorizar que los diversos pisos de un edificio y los departamentos en que se divide cada piso podrán pertenecer a distintos propietarios, creando una comunidad fundada sobre los bienes comunes. En 1925 el Decreto de Ley 345 reglamentó la Propiedad Intelectual; y en 1931 el Decreto de Ley 958 hizo otro tanto con la Propiedad Industrial. En el Libro III sobre sucesiones, sólo en los últimos siete años se han introducido modificaciones de fondo y sustanciales. Antes merecen cita únicamente diversas leyes sobre impuestos a la herencia y donaciones que rasguñaron al Código con alteraciones de detalle. Está en vigencia a este respecto la Ley 5427, de 26 de Febrero de 1934, que contempla un impuesto fuerte y doblemente progresivo en razón de la cuantía de la asignación y de la lejanía del parentesco entre el asignatario y el causante. En 1952, el 2 de Abril, la Ley 10.271 varias veces referida y resultado también del estudio de los profesores de Derecho Civil, mejoró la situación del cónyuge sobreviviente aumentando la porción conyugal y sus derechos en las órdenes de la sucesión intestada. Esta reforma era indispensable después de haberse introducido la posibilidad de adoptar el régimen de separación de bienes, pues, con frecuencia, al no existir gananciales, el cónyuge sobreviviente y en especial la mujer en tal caso, quedaba en situación desmedrada. La misma Ley dio mayores derechos sucesorios al hijo natural y le permitió concurrir, en la herencia intestada, con los hijos legítimos, y les hizo beneficiarios de la cuarta parte de mejoras junto con sus descendientes legítimos.

El Libro IV es el que más cercano a su texto original se conserva. Las alteraciones directas son escasas. Quizá sólo merezcan citarse las introducidas al pago por consignación mediante la Ley 7825, de 30 de Agosto de 1944, -como otras anteriores fruto del estudio de los profesores de Derecho Civil- con el objeto de simplificar y modernizar el sistema, que era engorroso y de difícil aplicación; las incorporadas al contrato de arrendamiento, primero la Ley 6844 de 4 de Marzo de 1931 y más tarde por la Ley 11.622 de 25 de Septiembre de 1954, que la reemplazó. La pavorosa escasez de viviendas y el proceso inflacionista, hicieron imperiosa la necesidad de alterar algunos preceptos del Código, para proteger al arrendatario. Se prohíbe hoy día pactar libremente el monto de la renta de arrendamiento, cuyo máximo se fija con rigidez en proporción al avalúo fiscal del inmueble, siendo nula toda obligación en el exceso; se ampliaron grandemente los plazos de desahucio -habitualmente un mes dentro del Código- a tres y seis meses, más un mes por año de vigencia del Contrato, con tope de un año en ciertos casos y obligación de indemnizar al arrendatario, en otros; y se concedió a éste el derecho de oponerse al desahucio, si ha cumplido debidamente sus obligaciones y no hay causa justificada de despido.

Modificaciones indirectas a este Título son las leyes que han creado prendas especiales sin desplazamiento y que constituyen contratos solemnes y no reales, como en el Derecho Romano y en el Código Civil. Entre ellas, la prenda sobre regadores de agua, la prenda industrial, la prenda agraria, la prenda en ciertos muebles vendidos a plazo y la prenda sobre mercaderías depositadas en Almacenes Generales de Depósito. Igual papel desempeñan las leyes que reglamentan la responsabilidad en casos de accidentes del trabajo, acogiendo en parte la teoría de la responsabilidad objetiva; las que han regido diversas formas de sociedades; y los párrafos del Código del Trabajo que contienen disposiciones sobre contrato de Trabajo, de empleados o de obreros que han tácitamente derogado la antigua constitución del arrendamiento de servicios del Código Civil. Finalmente, debemos mencionar la Ley 6162, dictada en 1938, que redujo los plazos a la mitad de su extensión. En los días del avión y de la radio, no podrían ser ellos iguales al tiempo de la carreta. Tal es, en líneas generales, el estado actual del Código Civil de Bello. Muchas otras modificaciones indirectas podrían señalarse, pero por su naturaleza no cambian ellas en nada la impresión que pretendemos haber dado sobre la evolución del Derecho Civil Chileno. A más de un centenario de su promulgación, nuestro Código sigue manteniendo su prestigio, pero ya no recibe en la práctica la aplicación de entonces. Las necesidades económicas de nuestra época, las nuevas exigencias sociales, las costumbres tan diversas, el desarrollo de la cultura, la intervención cada día más marcada del Estado en la actividad particular, la conciencia de sus derechos arraigada en todas las capas de la colectividad, han determinado la creación de nuevas ramas del árbol jurídico, el nacimiento de legislaciones propias para ciertos gremios u oficios o para grupos con características comunes. Y así, no sólo el ámbito de aplicación del Código ha disminuido en una proporción considerable, sino que en algunos de sus principios informadores han sido abandonados. El fenómeno es el mismo en todas partes del mundo y como lo apunta sabiamente Georges Ripert en su notable trabajo sobre 'El Régimen Democrático y el Derecho Civil Moderno', junto a los factores señalados 'la influencia del factor político en la evolución del Derecho Civil' resulta esencial y determina la tendencia a un derecho foral o de clase. Dice Ripert: 'Las medidas abstractas y generales, siempre satisfacen sólo mediocremente, a quién cree tener un derecho especial a la protección del Estado. Por otra parte, para medir su efecto, es necesario tener una noción correcta del interés general. Más sencillo es atender las reclamaciones particulares. Es cierto que una persona no puede pedir, para sí misma, la medida excepcional; pero si habla a nombre del grupo, la regla que la satisfará parece tener los caracteres intrínsecos de la Ley. Cada profesión, cada grupo, cada clase, obtiene paulatinamente un derecho que le es propio. A condición de que el favor se dirija al grupo, ya no se le llama privilegio. Así se crea un derecho de clase, a pesar de que no se discute en sí mismo el principio de la igualdad civil'. Y anota también el jurista francés con indisimulada preocupación: 'Eliminados de la política y aún de la filosofía, los juristas se han refugiado en el estudio de la técnica. Allí se les ha dejado en absoluta libertad y se les ha animado, pues tales estudios son inofensivos'. Es ésta una verdad y una verdad peligrosa. En el estado actual de evolución del derecho, los juristas no pueden ni deben quedar al margen. Es su deber intervenir y encauzar las determinantes transformaciones actuales. Más aún, en nuestra América joven es urgente sobrepasar ese límite y, al ejemplo de algunos intentos europeos, buscar la nivelación de nuestras legislaciones como un medio provechoso y efectivo de verdadera confraternidad.

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Conferencia del señor Eugenio Velasco Letelier al inaugurar las jornadas de Derecho Comparado Chileno Uruguayas. Año 1958.