La Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile ha perdido otro de sus miembros más ilustres con el fallecimiento de don Leopoldo Urrutia.

Hombre dotado de condiciones brillantes, magistrado, jurisconsulto y profesor, el señor Urrutia fué de aquellos a quienes venía bien el calificativo de maestro antiguo, en el alto sentido que Vicuña Mackenna diera a ese término.

Huella larga ha quedado de su paso por la vida y de su carrera pública, contenida siempre en los límites de la magistratura y de la enseñanza, a las cuales consagró las mejores actividades y todos los desvelos.

Era Urrutia el tipo del magistrado intergérrimo, que no sabía de flaquezas ni de renuncios, pero que en la aplicación de la ley procedía con elevación y humanidad; consciente, en lo hondo de su espíritu magnánimo, de que la mejor justicia es aquella que sin desconocer la letra del Código sabe ser comprensiva y piadosa. Cincuenta años de actividad en los tribunales, le vieron ascender, uno a uno, los escalones que conducen al solio supremo y en todos los cargos que ocupara fué dejando la luminosa huella de su criterio y de su ecuanimidad. Presidente de la Suprema Corte de Justicia, dirigió sus altos debates con admirable tino y supo velar por el mejoramiento de las leyes penales y por su justa y moderada aplicación.

Fue un gran juez.

La labor del jurisconsulto constituye otro aspecto notable de su poderosa personalidad. En este terreno, el prestigio del señor Urrutia traspasó las fronteras del país, dando fama a su nombre y relieve a los acuerdos en que sus votos sentaban doctrina. Conocía a fondo las leyes de la República; había estudiado sus fuentes, en busca de captar el verdadero espíritu, del legislador, y el resultado de tales investigaciones se armonizaba siempre con esos principios generales de equidad y buen sentido que forman el sustentáculo del magistrado correcto.

No se limitaron sus conocimientos al estudio de la legislación nacional, porque bien sabía que el hombre que aplica justicia alta y tiene responsabilidades directivas, debe adentrarse en el pensamiento de los legisladores y de las codificaciones de otros pueblos, pues para progresar, en todo orden de cosas, hay que levantar siempre la mirada por encima de las pequeñas barreras y de los límites estrechos.

No es extraño que con tan sólido bagaje de estudioso, el señor Urrutia llegara a sentar plaza entre las más reputados jurisconsultos sudamericanos.

Pero no en la magistratura solamente corrieron sus actividades principales. Profesor, su obra de largos años en la Escuela de Derecho de la Universidad fué de aquellas que dejan larga memoria. En más de un período reglamentarlo desempeñó el cargo de Decano de nuestra Facultad.

Enseñó Código Civil a varias generaciones de abogados que habían de brillar en el foro, en la política y en las letras y todos ellos conservaron grato recuerdo de sus clases. Eran verdaderas conferencias, dictadas acaso sin mucha sujeción a estrictos cánones pedagógicos, pero llenas del más profundo interés. Don Leopoldo, como le llamaban sus alumnos, tomaba un tópico cualquiera, abría al azar las páginas del Código, o se refería a puntos jurídicos de alguna sentencia que traía entre manos y sobre tales temas desarrollaba disertaciones luminosas que mantenían en él más alto grado la atención de los oyentes.

Sus discípulos se acostumbraron a admirarlo y a depositar en él confianza y afectos que no se apagaron. Y cuando llegó la hora del retiro inevitable, cuando se hicieron presentes las fatigas de una larga vida en que el ocio jamás tuviera parte, y el señor Urrutia hubo de acogerse a jubilación forzada, los alumnos de la Escuela de Derecho se agruparon a su alrededor en emocionante homenaje.

Fue un gran maestro.

En los años de retiro continuó preocupándose de cuanta materia se relacionaba con los ramos de su especialidad y principalmente con la marcha de la enseñanza universitaria a la que siempre se sintió ligado. En paz vió deslizarse los tiempos finales, iluminadas las tristezas de la tarde con el recuerdo de la luz espléndida que llenara el mediodía. Y poco a poco el crepúsculo bañó el panorama con los tonos melancólicos de una claridad que se torna difusa. Pero el espíritu del maestro, alerta hasta la última hora, supo conservar la viveza de los años juveniles. Y cuando esa hora sonó, aun flotaba en su rostro una sonrisa plácida y en su ánimo aquella noble serenidad que no abandona en el trance supremo a los hombres que hicieron de la rectitud su principal divisa.

Fue un varón justo.